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10 jun 2009

La Vega de Entonces, vista por Federico García Godoy, en 1908, en su Obra Rufinito,

La Vega de Entonces,
vista por Federico García Godoy, en 1908, en su Obra Rufinito,
Rufinito, fue la primera novela de tema patriótico de Don Federico García Godoy lanzó al inmenso valle de la literatura mundial, la primera edición fue en 1908, por la Imprenta La Cuna de América de Santo Domingo y la segunda en 1912, prologada por Federico Henríquez y Carvajal

En la época en que principia este relato, hace casi exactamente sesenticuatro años, era muy reducida, algo menos de la mitad de la actual, la zona que ocupaba el caserío de La Vega. Esta era una extensa aldea con honores de ciudad. Con excepción de una todas las casas estaban fabricadas con maderas criollas y techadas de yaguas.
En el centro de la plaza principal, vasto cuadrilátero hoy convertido en precioso parque de recreo, se alzaba el altar de la patria, reducido cuadro de mampostería de poca elevación en el cuan habían plantado los haitianos la palma de la libertad.
La tradición asegura que debajo de ese altar había dispuesto, lo que fue cumplido, que enterraran su corazón el general Placide Lebrum, primer gobernador haitiano de La Vega. En el lado occidental de esa plaza había una casa de mampostería con ventanas de rejas de hierro recientemente reedificada, y en la `parte opuesta, frente a ella, se erguía aún, como restos salvados de un naufragio, pedazo de paredes después aprovechados para nueva construcciones, que eran lo único que quedaba en pie de la casa de gobierno construida en la época haitiana.
El famoso Palacio de Sangre, completamente destruido por el terrible terremoto ocurrido hacia dos años. La iglesia era también un montón de ruinas. En la vasta y silenciosa plaza, casi toda alfombrada de verde césped, había sitios donde, por causa al desnivel del terreno, formaban grandes charcos, parecidos a verdaderas lagunas, cada vez que llovía copiosamente
Y hacia arriba, por la parte oriental, casi a partir de la actual calle Colon, todo el gran espacio que va hasta allá de la estación del ferrocarril yacía casi enteramente despoblado y lleno de tupidos guayabales donde la chiquillería se entregaba con frecuencia a toda suerte de juegos y travesuras.
Dos o tres grandes arboles, bastantes distante uno del otro, interrumpía con la frondosidad de su ramaje la monotonía de aquella sabana de perenne verdura. Por ese mismo lado, tirando al sur, se dilataba una ancha y profunda laguna surcada a menudos por rústicas canoas, en la actualidad completamente segada y ocupado su antiguo desplazamiento por numerosas construcciones urbanas
Algunos bohíos, aquí y allá, ponían la nota gris de su aspecto vetusto en aquel vasto espacio de terreno donde actualmente se extiende la porción de la ciudad más comercial y prospera
No había por aquel entonces otro alumbrado que el intermitente debido al poético satélite terrestre. Exceptuando las noches en que las calles, siempre tapizadas de menuda hierba, recibían la suave caricia de la claridad lunar, nada, a no ser la débil luz que salía del interior de las casas o la de los hachos de cuaba con que se alumbraban algunos transeúntes, interrumpía la densa oscuridad reinante, aprovechada sólo por empedernidos trasnochadores a caza de faldas o aficionados a tirar de la oreja a Jorge.
Esta oscuridad hacía que casi la totalidad del vecindario, salvo en ocasiones solemnes se acostara a las nueve o antes, la hora ritual, algo parecido al toque de queda estilado en las plazas fuertes y de tan solemne resonancia en la vida uniforme de ciertas ciudades medievales.
El capitulo de diversiones, como es de suponer era bastante reducido. Las concurridas riñas de gallos entonces en todo su apogeo, las excursiones a caballos a campos cercanos siempre con motivo de alguna boda o las fiestas de la Virgen de las Mercedes que se celebraban con mucha animación en el Santo Cerro, los nueve días de fiestas patronales, y unos que otro baile que de higo a brevas llevaba a cabo la juventud y aún algunos que a ella no pertenecían, con la música que se pedía oportunamente a la ciudad de Santiago, formaban todo el repertorio de expansiones del vecindario
No escaseaban, tampoco las reuniones de íntimos en que se hacían los honores a suculentos sancochos de gallina, se charlaba hasta por los codos y resonaban a menudos las notas acompañadas de cuatro y la guitarra.
Era en todo y por todo una ciudad sencilla y tranquila, de ambiente más campesino que urbano, de costumbres sanas, de hábitos un si es no es primitivo, sin horizontes, sin vigorosos sacudimientos, en el que cualquier suceso local de tinte más o menos escandaloso, como una alcaldada o un hurto de cierta importancia, un adulterio consumado o en pasas o el rapto de alguna garrida muchacha del campo, formaban, por su rareza, el obligatorio tema de permanente decires y comentarios manteniendo en tensión extrema la curiosidad del vecindario hasta que el hecho palpitante era relegado al olvido por otro igual o parecido.
Imperaba por o demás viva y sincera cordiali9dad en todas las relaciones de las diferentes clases sociales, cosa que felizmente puede constatase hoy mismo.
Nadie se ocupaba de sembrar la cizaña entre vecinos siempre unidos por estrecho vínculo de confraternidad, no obstante las inevitables diferencias de jerarquía social que los distanciaban hasta cierto punto. Ni aún el personalismo político, intolenrantísimo de suyo, que ha privado siempre en el país, ha podido, con ser disolvente de tanta potencia, hacer prosperar gérmenes de desunión en la sociedad vegana, abriendo abismos de rencor u odio entre sus componentes como ha resultado en otras partes.
En la extremidad oriental de la población, no lejos dela laguna que existía por aquel lado y cerca del Mercado Nuevo, estaba el bohío en que vivía José Rufino o Rufinito que es el nombre con que desde hace muchos años se designa generalmente el protagonista de este verídico relato.