Fuente: Listin Diario, sábado, 25 /06/2011
Los primeros rayos del sol iluminaron tenuemente el pavimento de la rampa que a paso firme, pero sin apariencia de prisa, cruzaba el grupo de seis hombres. Era todo, menos un grupo uniforme.
Sus diferencias no eran solamente de edad. A lo largo de sus vidas estos hombres, algunos de los cuales apenas se conocían, habían sostenido ideas disímiles y militado en causas opuestas. Los juntaban ahora motivaciones distintas. Resultaba incomprensible determinar qué podía haberlos reunido para una misión tan peligrosa. A pesar de sus diferencias, estaban unidos por lazos que se entrecruzaban: el poder, la aventura y el dinero.
Los más jóvenes, el capitán de aviación civil Jesús García, y su copiloto, Juvenal Zavala Chávez, estaban allí, como lo hubieran estado en cualquier otra misión que se les hubiere encomendado por paga. Si bien compartían la finalidad que inspiraba al resto, no eran los mayores entusiastas de la causa. La razón que justificaba la presencia de los otros cuatro, era por supuesto muy distinta.
Juan Manuel Sanoja, el más viejo, era un impenitente revolucionario con una interminable lista de aventuras en su haber. De mediana estatura y complexión fuerte, a sus setenta años, era el líder del grupo. El respeto que inspiraba en sus compañeros de aquel vuelo obedecía no sólo a su edad, sino a su carácter y don de mando.
Solo él conocía realmente en toda su dimensión la complejidad de la misión que empezaba con aquel vuelo misterioso.
Sólo él tenía pleno conocimiento del dictador Rafael Leonidas Trujillo Molina, el hombre a quien recurrirían en busca de ayuda. Y probablemente era el único que también percibiera todos los peligros y dificultades que entrañaba la aventura que estaban a punto de emprender.
No había mucho que decir del resto. Sin embargo, dos de ellos, Vicente Yáñez Bustamante y Luis Cabrera Sifontes, constituían figuras claves del plan. El segundo era un ingeniero hidráulico también experto en radio.
Ambos hombres serían las piezas operativas fundamentales sin los cuales nada funcionaría.
La presencia del sexto elemento, José Morales Hernández, tenía más bien una razón política. Su amigo, Eduardo Morales Luengo, ex capitán de navío exiliado, a quien se proponían visitar, era un feroz adversario del presidente Rómulo Betancourt y un aspirante a sucederle en el poder, por cualquier medio. La operación a punto de empezar a aquella temprana hora de la mañana, bajo un cielo despejado y prematuramente azul, podía llegar a hacer realidad sus ambiciones.
Nadie que los hubiera visto caminar en dirección al C-46 que le esperaba en la pista, podía imaginar que allí, en la mañana del viernes 17 de junio de 1960, en el aeropuerto de Maiquetía, de la Guaira, Venezuela, estos seis hombres estaban a punto de iniciar una de las más fantásticas y arriesgadas aventuras políticas del siglo.
Los motores del C-46, con las siglas YV-C-ARI de la empresa venezolana Rutas Aéreas Nacionales Sociedad Anónima (RANSA), rompieron el silencio matinal y el piloto se dirigió lentamente hacia la cabecera de la pista. García verificó los controles y reexaminó con los operadores su plan de vuelo. A las 5:22 a.m., la torre de control le comunicó que todo estaba libre y el C-46 tomó a toda velocidad la larga pista de concreto y rápidamente ganó altura. Durante los primeros minutos de vuelo, la nave siguió en dirección hacia el punto previamente fijado, un pequeño aeropuerto privado de un hato propiedad de Carlos Chávez, presidente de RANSA, en El Piñal, situado entre el río Arauca y el río Cunaviche, en el Estado de Apure.
El piloto del avión cerró contacto con la torre de control de Maiquetía y en el sitio de navegación aérea denominado “Whisky 1 (uno)” cambió repentinamente de rumbo y se dirigió a Ciudad Trujillo. Sanoja sonrió y preguntó al piloto si había alguna novedad.
Todo marchaba como estaba planeado. De los ocupantes del aparato, solo aquel viejo general, conocía a sus próximos anfitriones en el punto de destino. Su conocimiento de aquel lugar no era superficial. Sanoja había llegado a la República Dominicana más de veinte años atrás, habiéndose establecido en Moca, una pequeña y próspera ciudad del noreste central, donde, entre otras actividades, se había dedicado a la odontología. Allí nacieron varios de sus catorce hijos y dos de ellos, Gilberto y Juan Manuel, eran dentistas profesionales y oficiales de las Fuerzas Armadas del dictador Generalísimo Rafael Leonidas Trujillo Molina, de quien era amigo.
Para los residentes de la lejana localidad de Moca, donde había vivido por largos años, Sanoja no era el intrépido y temerario general de luchas revolucionarias, que había pasado de las cárceles del tirano Juan Vicente Gómez, en su natal Venezuela, a las filas de la revolución mexicana, sino un tranquilo y amable ciudadano que dedicaba horas enteras para tratar problemas dentales a todo aquel que los tuviera en Moca y a sus alrededores.
Pero esa imagen de pacífico profesional pueblerino constituía solo una faceta de su compleja y diversa personalidad.
En realidad, era un hombre acostumbrado al peligro y la misión a la que iba en este vuelo secreto lo devolvía a su ambiente verdadero; al de las luchas clandestinas, al centro de la aventura y el peligro.
Sanoja se estableció en Moca a comienzos de los años treinta como exiliado de la dictadura de Juan Vicente Gómez.
Su aversión a Betancourt provenía, probablemente, ya de aquella lejana época. Este era entonces un fogoso líder estudiantil de ideas marxistas.
Esta faceta en la vida del presidente venezolano había bastado para marcarlo para siempre como enemigo en el pensar sicorígido del viejo general, un hombre de ideas profundamente conservadoras.
Unos años antes de la llegada de Sanoja a la República Dominicana, Betancourt había ya recorrido, curiosamente, muchos de los pueblos por donde aquel estableciera después vínculos de afectos con familias dominicanas.
Sin embargo, eran muy contados, sí existían, los que podían dar en el país testimonio de alguna expresión contraria del viejo luchador contra el joven estudiante. Aquellos que tuvieron la oportunidad de tratar a ambos, no podían explicarse los sentimientos que Betancourt inspiraba en este aventurero, rodeado de leyendas. Algunos de estos mitos se habían forjado en la propia ciudad de Moca, donde se comentaba en secreto que el curtido general ejercía la odontología sin título universitario, cosa nada rara en aquella época.
En buena medida, gran parte de la simpatía que Sanoja inspiraba entre los mocanos emanaba de su esposa, una joven mejicana de agradable apariencia y sencillos modales. Por lo menos uno de sus hijos, Pedro Pablo Sanoja Aguilar, un brillante estudiante que luego se establecería en Venezuela como abogado, nació en aquellas tranquilas tierras dominicanas.
A despecho de su carácter medio tosco, el general tenía un fácil trato, no obstante su personalidad contradictoria.
Por ejemplo, los que llegaron a conocerle entonces recuerdan que su aversión a Juan Vicente Gómez no se refleja- ba, por lo menos con la misma intensidad, hacia Trujillo, en esos lejanos días de apacible existencia en Moca.
Era, sobre todo, muy apegado a la familia, aunque le rodeaba una fama, no se sabe si bien ganada, de conquistador, reputación probablemente conseguida con los laureles del generalato alcanzado, no se sabía cómo en México.
Nadie, empero, en la pequeña localidad dominicana podría dar constancia de aquella fama, cimentada tal vez en el hecho de que se le atribuyera una pronunciada inclinación por las fiestas, a las que usualmente iba acompañado de sus hijos.
Una de sus grandes pasiones era, según testigos de la época, la figura del libertador Simón Bolívar, nombre con que bautizó una escuela normal particular que fundara en Moca en los años siguientes a su llegada. Esta escuela, que llegaría a alcanzar prestigio en toda la comarca, funcionaba en un pequeño local en la calle independencia, próximo a la 26 de Julio, colindante casi con la casa de Pichilín Michel, un patriarca del lugar. Allí estudiaron muchos hombres y mujeres que más tarde serían prominentes en la vida política y social dominicana.
Con el tiempo, en torno a su persona llegarían a tejerse toda clase de historias, como aquellas de que solía cobrar por sus servicios como dentista de acuerdo con una personal apreciación del paciente que nadie podía descifrar.
Frente a su consultorio de la calle Colón solían formarse diariamente largas colas. El hecho de que un hombre de su experiencia mundana escogiera la bucólica tranquilidad de Moca en vez de la más colorida y relativamente agitada vida de la capital o Santiago, la segunda ciudad del país, se explicaba, tal vez, en la prometedora prosperidad que allí se observaba.
A sus casi cincuenta años, a mediados de la década de 1930, Sanoja podía ser confundido con el típico personaje que, cansado de inútiles luchas revolucionarias, decide emprender un nuevo sueño. El vuelo que lo traía de vuelta a Ciudad Trujillo en misión secreta parecía la mejor explicación de que aquella vena aventurera estaba aún latente en él.
Costaba imaginarse a un hombre de su historial de resistencia a la tiranía de Gómez, aliado con Trujillo en un plan contra el gobierno democrático de Betancourt.
No era la Presidencia, como símbolo primario del poder, lo que le guiaba. A su edad, ésta se le mostraba más distante que la muerte. Tampoco lo sería el dinero, que una vez aparentemente estuviera cerca de obtenerlo en México. Sanoja conservó por mucho tiempo pruebas de esa riqueza, sin valor material alguno. A sus amigos en Ciudad Trujillo les había mostrado una vez un viejo y gigantesco baúl repleto de billetes mexicanos antiguos, ya fuera de circulación. Removiéndolos con sus gruesas y callosas manos, había dicho: “Vean, podría ser rico, ¿de qué sirven?” Sanoja estaba sumido en sus pensamientos cuando el piloto de la aeronave le comunicó que había entrado en contacto por radio con Ciudad Trujillo.
A una hora exacta de vuelo de su destino, el C-46 hizo contacto por primera vez con el “Control Radhamés”, en la base aérea de San Isidro, en la frecuencia de 3023.5. El viejo general se levantó de su asiento y se dirigió a la cabina del piloto, al que entregó un papel escrito apresuradamente a mano. El capitán García leyó por radio el breve mensaje: “Avisar al Generalísimo que el general Sanoja va a bordo del avión. También avisar al coronel (Johnny) Abbes García”.
Cabrera Sifontes añadió otro mensaje cifrado que el piloto se apresuró en transmitir: “Avisar Carrasco que Carrasco va a bordo”. En el punto lejano de recepción, el operador se limitó a contestar que estaba “informando”.
Dentro del avión se hizo un silencio pesado, mientras la espera se tornaba angustiante.
Al cabo de pocos minutos, les llegó la respuesta autorizándole a aterrizar en la base militar, ubicada entre el aeropuerto y Ciudad Trujillo.
Como estaba previamente acordado, la comunicación prosiguió sin identificar al avión. Desde la base se escuchó la señal: “Control Radhamés 2, llamando, cambio”, cuando el C-46 se aproximaba a unas 25 millas de distancia.
El piloto confirmó la recepción del mensaje y la torre de control proporcionó información sobre la dirección e intensidad del viento, con una orden final: “Libre aterrizar a la pista 12”.
El avión se deslizó suavemente sobre el pavimento y durante el carreteo sus seis ocupantes pudieron percatarse de que estaban siendo escoltados por vehículos de guerra.
Siguiendo las instrucciones que ahora se les daban por señas desde un vehículo militar, el piloto condujo despacio la nave al punto más lejano del aeropuerto.
Las medidas de seguridad eran extremas. Lógicas, sin embargo, tratándose de un avión de matrícula de un país con el cual se han roto las relaciones diplomáticas.
Varios aviones del tipo Vampiro, a reacción, y P-51 “Mustang” permanecían a un lado de la pista con los motores encendidos, prestos a despegar, mientras tanques apuntando sus largos cañones hacia la nave recién llegada se veían a ambos lados del aeropuerto.
Tropas en trajes de zafarrancho estaban colocadas en sitios estratégicos, próximos a donde podían verse varios “Mercedes Benz” y jeeps militares. El capitán García apuntó bien la hora de aterrizaje en su hoja de vuelo: 07:47 (7:47 a.m.), hora local.
Un grupo de altos oficiales dominicanos les recibió al pie del avión, saludando al general Sanoja, quien fue el primero en descender.
Pero tenían órdenes de esperar allí. Al cabo de 45 minutos llegó en un vehículo militar el capitán de navío retirado de la Marina venezolana Eduardo Morales Luengo.
Sanoja hizo la debida presentación y el grupo se dirigió a una residencia en las afueras de Ciudad Trujillo, donde residía temporalmente Morales Luengo