Manifiesto de los habitantes de la parte del Este de
la isla antes española o
de Santo Domingo, sobre las causas de su separación de la República haitiana
de Santo Domingo, sobre las causas de su separación de la República haitiana
La defensa y el respeto
debidos a la opinión de todos los hombres y a la de las naciones civilizadas
imponen a un país unido a otro y deseoso de retomar y reivindicar sus derechos
rompiendo sus lazos políticos, que declare con franqueza y buena fe los motivos
que lo inducen a dar ese paso, a fin de que no se piense que lo ha impulsado un
espíritu de curiosidad y de ambición. Creemos haber demostrado con nuestra
heroica constancia que deben soportarse los males de un gobierno mientras nos
parezcan soportables, siendo mejor eso que hacer justicia o sustraernos a los
mismos. Pero cuando una larga serie de injusticias, de violencias y de
vejámenes acaba por probar la intención de reducirlo todo a la desesperación y
a la más absoluta tiranía, es entonces un sagrado derecho para los pueblos y
aun un deber, sacudir el yugo de semejante gobierno y proveer nuevas garantías
que les aseguren su estabilidad y su prosperidad futura.
Por el hecho de que los
hombres no se han reunido en sociedad sino con el objeto de trabajar en su
conservación, que han recibido de la Naturaleza el derecho de proponer los
medios y de buscarlos a fin de obtener ese resultado, por esa misma razón,
semejantes principios los autorizan a ponerse en guardia, a precaverse de todo
lo que puede privarlos de tal derecho, cuando la sociedad se halla amenazada.
Esa es la razón por la
cual los habitantes de la parte del Este de la isla, antes Española o de Santo
Domingo, valiéndose de sus derechos, impulsados como lo fueron por veintidós
años de opresión y oyendo de todas partes las lamentaciones de la patria, han
tomado la firme resolución de separarse para siempre de la República haitiana y
de constituir un Estado libre y soberano.
Hace veintidós años que
el pueblo dominicano, por una fatalidad de la suerte, sufre la más infame
opresión: ya sea que ese estado de degradación haya dependido de su verdadero
interés, ya sea que se haya dejado arrastrar por el torrente de las pasiones
individuales, el hecho es que se le ha impuesto un yugo más pesado y más degradante
que el de la antigua metrópoli,
Hace veintidós años que
el pueblo, privado de todos sus derechos, se ha visto violentamente despojado
de todos los beneficios en los cuales hubiera debido participar si se lo
hubiese considerado parte integrante de la República. Y poco faltó para que se
le quitara hasta el deseo de sustraerse a tan humillante esclavitud... Cuando
en febrero de 1822, la parte oriental de la isla, cediendo tan sólo a la fuerza
de las circunstancias, aceptó recibir el ejército del general Boyer que, como
amigo, fue más allá de los límites de una y otra parte, los españoles
dominicanos no pudieron creer que, con tan disimulada perfidia, hubiera podido
faltar a las promesas que le sirvieron de pretexto para ocupar el país y sin
las cuales hubiese debido vencer muchas dificultades y hasta caminar sobre
nuestros cadáveres, si la suerte lo hubiese favorecido.
No hubo un solo
dominicano que no le recibiera entonces sin demostraciones de simpatía. Por
doquier donde pasaba, el pueblo salía a su encuentro; creía encontrar en el
hombre que acababa de recibir en el Norte el título de pacificador, la
protección que le había sido prometida de una manera tan hipócrita; pero muy
pronto, mirando a través del velo que escondía sus perniciosas intenciones, se
descubrió que se había entregado el país a su opresor, ¡a un tirano feroz!...
Con él entró en Santo
Domingo la maraña de todos los vicios y de todos los desórdenes, la perfidia,
la delación, la división, la calumnia, la violencia, la usurpación y los odios
personales, desconocidos hasta entonces en el alma de ese pueblo bondadoso...
Sus decretos y sus
disposiciones fueron los principios de la discordia y la señal de la
destrucción. Por medio de su sistema maquiavélico y que todo lo desorganizaba,
obligó a las familias más respetables a emigrar, y con ellas
desaparecieron de la tierra los talentos, las riquezas, el comercio y la
agricultura. Alejó de su consejo y de los principales empleos a los hombres que
hubieran podido defender los derechos de sus conciudadanos, proponer un remedio
a sus males y hacer conocer las verdaderas necesidades del país. Menospreciando
todos los principios del derecho público y de gentes, redujo a muchas familias
a la miseria y a la indigencia, quitándoles sus propiedades para reunirlas al
dominio de la República, darlas a individuos de la parte occidental o venderlas
a vil precio a los mismos. Desoló la campiña y destruyó la agricultura y el
comercio. Despojó las iglesias de sus riquezas, maltrató y humilló a los
ministros de la religión, los privó de sus rentas y de sus derechos y, con su
negligencia, dejó que cayeran en ruinas los edificios públicos para que sus
lugartenientes se aprovecharan de los destrozos y pudiesen de tal suerte
satisfacer la avaricia que traían consigo desde el occidente.
Más tarde, con el objeto
de dar a esas injusticias las apariencias de la legalidad, emitió una ley para
que se incorporaran al dominio del Estado los bienes de los ausentes, cuyos
hermanos y parientes se hallan hasta hoy en la más horrible miseria. Tales
medidas no satisfacían su avaricia. Puso también su mano sacrílega en las
propiedades de los hijos del Este y autorizó con la ley del 8 de julio de 1824
el latrocinio y el fraude. Prohibió la comunidad de las tierras comunales que,
en virtud de convenciones y para la utilidad y las necesidades familiares había
subsistido desde el descubrimiento de la isla, y eso con el único fin de que el
Estado sacara provecho. Con esa medida, acabó por arruinar los hatos y
empobrecer a muchos padres de familia; pero a él poco lo importaba arruinarlo y
destruirlo todo...
Tal era la finalidad de su insaciable
avaricia.
Dotado de gran
imaginación para llevar a cabo la obra de nuestra ruina y reducirlo todo a la
nada, imaginó un sistema monetario que redujo insensible y gradualmente a las
familias, los empleados, los comerciantes y la mayoría de los habitantes a la
más negra miseria. Es con tal criterio y la influencia de su política infernal
que el gobierno haitiano propagó sus principios corruptores. Desencadenó
pasiones, suscitó espíritu partidario, forjó planes destructores, estableció el
espionaje e introdujo la cizaña y la discordia aun en los hogares domésticos...
Si un español se atrevía a hablar contra la opresión y la tiranía, era
denunciado como sospechoso, se lo encerraba en un calabozo y muchos padecían
aun el suplicio para espantar a los demás y hacer morir, conjuntamente con
ellos, los sentimientos heredados de nuestros padres. Atormentada y perseguida,
la patria no halló otro refugio contra la tiranía que en la intimidad de una
juventud afligida y en algunas almas nobles y puras que supieron concentrar sus
principios sagrados para relegar la propaganda a tiempos más favorables y
devolver la energía a quienes estaban abatidos y estupefactos.
Los veintiún años de la
administración corruptora de Boyer se deslizaron de tal suerte y, durante los
mismos, los habitantes de la parte oriental experimentaron toda clase de
privaciones, verdaderamente innumerables. Trató a esos habitantes con más rigor
que a un pueblo conquistado por la fuerza. Los persiguió y les sacó lo que
podía satisfacer su avaricia y la de los suyos. En nombre de la libertad, los
redujo al estado de servidumbre. Los obligó a pagar una deuda que no habían
contraído, exactamente como los habitantes de la parte occidental que se
aprovecharon de los bienes extranjeros, mientras nos deben, por lo contrario,
las riquezas que nos han usurpado o destinado al fin que más les convenía.
Tal es el triste cuadro
del estado de esa parte de la isla cuando el 27 de enero del año pasado, Les
Cayes lanzaron en el Sur el grito de reforma. Los pueblos se sintieron en el
acto como devorado por un fuego eléctrico. Adhirieron a los principios de un
Manifiesto del 1 de septiembre de 1842 y la parte oriental se jactó, pero en
vano de que su porvenir sería más dichoso, a tal punto se hallaban de buena fe.
El comandante Riviére
fue nombrado jefe de ejecución e intérprete de la voluntad del pueblo soberano.
Dictó leyes según su capricho. Estableció un gobierno sin forma legal y donde
no estaba incluido habitante alguno de esta parte que ya se hubiera pronunciado
a favor de la revolución. Recorrió la isla y, en el departamento de Santiago,
sin motivo legal recordó con pena la triste época de Toussaint Louverture y de
Dessalines; llevaba consigo un monstruoso estado mayor que por doquier
introducía la desmoralización. Vendió los puestos, despojó las iglesias,
destruyó las elecciones hechas por los habitantes para tener representantes que
defendieran sus derechos, y eso para dejar permanentemente esa parte de la isla
en la miseria y en el mismo estado y para conseguir partidarios que lo elevaran
a la presidencia, aunque sin mandato especial de sus comitentes. Así fue.
Amenazó la Asamblea constituyente y a raíz de extrañas comunicaciones hechas
por él al ejército bajo sus órdenes, resultó presidente de la República.
So pretexto de que en
esa parte de la isla se pensaba en una separación del territorio a favor de
Colombia, llenó los calabozos de Puerto Príncipe con los más ardientes
ciudadanos de Santo Domingo, en cuyo corazón reinaba el amor a la patria y que
tan sólo aspiraban a una suerte más dichosa, la igualdad de derechos y el
respeto de las personas y de las propiedades. Padres de familia se expatriaron
de nuevo para librarse de las persecuciones que se les infligía. Y cuando creyó
que sus designios se habían realizado y que tenía asegurado el objeto que
codiciaba, puso en libertad a los detenidos sin darles ni la menor satisfacción
por los insultos y los perjuicios que habían sufrido.
Nuestra condición no ha
cambiado ni en lo mínimo. Las mismas vejaciones y los mismos impuestos
subsisten y han aumentado aún. El mismo sistema monetario sin garantía alguna
prepara la ruina de los pueblos, y una Constitución mezquina que nunca hará
honor al país, todo eso ha puesto por doquier el sello de la ignominia
privándonos, con una verdadera burla del derecho natural, de la única cosa
española que nos quedaba: el idioma natal y ha puesto de lado nuestra venerable
religión para que desaparezca de nuestros hogares. Y, en efecto, si esa
religión del Estado, cuando era protegida, fue despreciada y vilipendiada
conjuntamente con sus ministros, ¿qué será ahora que se halla rodeada de
sectarios y de enemigos?
La violación de nuestros
derechos, costumbres y privilegios y muchísimas vejaciones nos han revelado
nuestra esclavitud y nuestra decadencia y los principios jurídicos que rigen la
vida de las naciones deciden la cuestión a favor de nuestra patria como la
decidieron a favor de los Países Bajos contra Felipe II, en 1581.
En virtud de tales
principios, ¿quién se atreverá a repudiar la resolución del pueblo de Les Cayes
cuando se sublevó contra Boyer y lo declaró traidor de la patria?
¿Y quién se atreverá a
repudiar nuestra propia resolución de declarar la parte oriental de la isla
separada de la República de Haití?
No tenemos obligación
alguna con respecto a quienes no nos dan los medios de cumplirla, ningún deber
con aquellos que nos privan de nuestros derechos.
Si se consideraba la
parte oriental incorporada voluntariamente a la República haitiana, debía gozar
de los mismos beneficios y de los mismos derechos de que gozan aquellos con
quienes se había aliado, y si en virtud de esa unión estábamos obligados a
defender nuestra integridad, ella, por su parte, debía procurarnos los medios
de hacerlo; pero faltó a eso violando nuestros derechos, y, por consiguiente,
estamos libres de nuestra obligación. Si se consideraba esa parte oriental
sometida a la República, con más razón debía gozar sin restricciones de todos
los derechos y prerrogativas sobre los cuales había un convenio y que le fueron
prometidos y, si no se realiza la única y necesaria condición de su
sometimiento, queda libre y enteramente desligada, y sus deberes, en lo que a
ella se refiere, le imponen que provea por otros medios a su propia
conservación.
Si consideramos esa
Constitución con respecto a la de Haití de 1816, veremos que, además del caso
singular de una Constitución dada a un país extranjero que no la necesitaba y
no había nombrado a sus diputados para discutirla, hay también una escandalosa
usurpación, pues en aquella época los haitianos no tenían aún la posesión de
esa parte, exactamente como ocurrió con los franceses cuando fueron expulsados
de la parte francesa: como no eran los propietarios, no podían abandonarla a
los haitianos. Por el tratado de Basilea, esa parte fue cedida a Francia y
devuelta a España en ocasión de la paz de París, gracias a la cual fue
sancionada la posesión que los españoles hicieron efectiva en 1809 y que
continuó hasta 1821, época en que dicha parte se separó de la metrópoli.
Cuando, en 1816, los
hijos de occidente revisaron su Constitución, esa parte no pertenecía ni a
Haití ni a Francia. En lo alto de las fortalezas flameaba la bandera española,
gracias a un derecho indiscutible, y del hecho que los indígenas llamaban Haití
a la isla de Santo Domingo no debe deducirse que la parte occidental, que fue
la primera en constituirse en Estado soberano con el nombre de República de
Haití, tuviera el derecho de considerar la parte del Este u oriental como parte
integral, cuando la una pertenecía a los franceses y la otra a los españoles.
Lo cierto es, que si la parte oriental debía pertenecer a Francia o a España y
no a Haití, pues si nos remontamos a los primeros años del descubrimiento del
inmortal Colón, nos damos cuenta de que los orientales tienen más derechos al
dominio que los occidentales. Si, por último, se considera esa parte de la isla
conquistada por la fuerza, es por la fuerza, si no hay otro modo, que se
resolverá la cuestión. Considerando los vejámenes y las violencias cometidos
durante veintidós años contra la parte anteriormente española, salta a la vista
que ha sido reducida a la más extrema miseria y que se está llevando a cabo su
ruina, por lo cual el deber de su propia conservación y de su bienestar futuro
la obliga sin más a asegurar con medios convenientes su seguridad, pues lo
antedicho constituye un derecho (un pueblo que depende voluntariamente de otro
pueblo con el objeto de aprovecharse de su protección, queda libre de toda
obligación cuando dicha protección le viene a faltar, o cuando eso ocurre por
la impotencia del protector). Considerando que un pueblo obligado a obedecer a
la fuerza y que le obedece hace bien, pero que si resiste cuando puede hacer
mejor; considerando, por último, que dada la diferencia de las costumbres
y la rivalidad existente entre los unos y los otros, nunca habrá armonía ni
perfecta unión, y como además los pueblos de la parte anteriormente española de
la isla de Santo Domingo comprobaron durante los veintidós años de su
agregación a la República de Haití que no pudieron obtener ventaja alguna, sino
al contrario, que se arruinaron, empobrecieron y degradaron y que fueron
tratados de la manera más vil y abyecta, han resuelto separarse para siempre de
la República haitiana para proveer a su seguridad y a su conservación,
constituyéndose, según los antiguos límites, en Estado libre y soberano. Las
leyes fundamentales de ese Estado garantizarán el régimen democrático,
asegurarán la libertad de los ciudadanos aboliendo para siempre la esclavitud y
establecerán la igualdad de los derechos civiles y políticos sin miramientos
para con las distinciones de origen y nacimiento. Las propiedades serán
inviolables y sagradas; la religión católica, apostólica y romana será, como
religión del Estado, protegida en todo su esplendor. Pero nadie será perseguido
ni castigado por sus opiniones religiosas. La libertad de prensa será
protegida; la responsabilidad de los funcionarios públicos quedará debidamente
establecida; la confiscación de bienes por crímenes y delitos será prohibida;
la instrucción pública será estimulada y protegida a expensas del Estado; los
derechos e impuestos serán reducidos al mínimum; habrá un olvido total de los
votos y de las opiniones políticas emitidos hasta este día, y eso mientras los
individuos se adhieran de buena fe al nuevo sistema. Los grados y empleos
militares serán conservados de acuerdo a las leyes que se establecerán. La
agricultura, el comercio, las ciencias y las artes serán igualmente fomentados
y amparados. Lo mismo ocurrirá con el estado de las personas nacidas en nuestra
tierra o con el de los extranjeros que en ella querrán vivir, en armonía con
las leyes. Por último, emitiremos lo más pronto posible una moneda con garantía
real y verdadera, sin que el público pierda nada sobre la que tiene con el
sello de Haití.
Tal es la finalidad que
nos proponemos en nuestra separación, y estamos resueltos a dar al mundo entero
el espectáculo de un pueblo que se sacrificará por la defensa de sus derechos y
de un país que está dispuesto a reducirse a cenizas y escombros si sus
opresores, que se jactan de ser libres y civilizados, persisten en su propósito
de imponerle una condición que le parezca aún más dura que la muerte.
En vez de transmitir a
nuestros y a la posteridad una esclavitud vergonzosa, nosotros,
sobreponiéndonos con firmeza y esperanza a los peligros, juramos solemnemente
ante Dios y ante los hombres, que empuñaremos las armas para la defensa de
nuestra libertad y de nuestros derechos. Confiamos, sin embargo, en la
misericordia divina que nos protegerá e inducirá a nuestros adversarios a una
reconciliación justa y razonable para que se evite el derramamiento de sangre y
las calamidades de una guerra espantosa que no provocaremos pero que será una
guerra de exterminio, si debiera producirse.
¡Dominicanos!
(comprendemos bajo esta denominación a todos los hijos de la parte oriental y a
quienes quisieran seguir nuestra suerte) el interés nacional nos llama a la
unión. Con nuestra firme resolución, mostrémonos los dignos defensores de la
libertad; sacrifiquemos en los altares de la patria todo odio y toda
personalidad; que el sentimiento del interés público sea el móvil que nos
dirige en la santa causa de la libertad y de la separación. Con semejante
separación nada hacemos contra la prosperidad de la República occidental y
favorecemos la nuestra.
Nuestra causa es
sagrada. No nos faltará ayuda, pues ya podemos contar con la que nos procura
nuestra tierra, y, si fuera necesario, nos valdríamos del auxilio que los
extranjeros pudieran procurarnos en semejante caso.
El territorio de la
República Dominicana, estando dividido en cuatro provincias, esto es: Santo
Domingo, Santiago o Cibao, Azua, desde el límite hasta Ocoa, y Seybo, su
gobierno se compondrá de un cierto número de miembros de cada una de esas
provincias a fin de que participen de tal suerte y proporcionalmente a su
soberanía.
El gobierno provisional
se compondrá de una Junta de once miembros elegidos en el mismo orden. Esa
Junta tendrá en su mano todos los poderes hasta que se redacte la Constitución
del Estado. Determinará la manera a su juicio más conveniente para conservar la
libertad adquirida y nombrará, por fin, jefe supremo del ejército, obligado a
proteger nuestras fronteras, a uno de los más distinguidos patriotas, poniendo
bajo sus órdenes a los subalternos que le sean necesarios.
¡Dominicanos! ¡A la
unión! Se presenta el momento más oportuno. De Neyba a Samaná y de Azua a
Montecristi las opiniones son unánimes y no hay un solo dominicano que no grite
con entusiasmo: Separación, Dios, Patria y Libertad.